Es muy fácil tener una idea sobre qué se comía en la Palestina de los tiempos de Jesús. Basta con leer la Biblia -tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento- para comprobar que las referencias a la alimentación y a la bebida, a la cocina y a las comidas, son innumerables. Muy a menudo, en sus parábolas, Jesús alude a frutos y productos que sirven para comer y beber o a las costumbres de la mesa.
Nos encontramos así ante un producto básico que debía ser tratado con respeto: estaba prohibido poner carne cruda encima del pan, colocar una jarra sobre él o acercarle un plato caliente; tampoco podían tirarse sus migas, las que debían ser recogidas con esmero. El pan no era cortado sino partido con las manos.
Los pobres comían pan de cebada; los ricos, pan de trigo. El grano se molía entre dos muelas de piedra, tarea que casi siempre estaba a cargo de las mujeres. Amasaban en la artesa, artefacto que ya fue reconocido en el libro del Exodo, y luego le ponían levadura para que la pasta aumentase, salvo cuando había que hacer pan ácimo destinado a la Pascua. Era importante usar levadura fresca y no ácida o corrompida "como la levadura de los fariseos ", diría Jesús.
Para que levantara el pan de cebada utilizaban una levadura de mijo y de cebada , pero para el buen pan de trigo, "un higo" de levadura de trigo bastaba, para que, durante la noche, la pasta fermentase y llenase la pileta donde había sido depositada. Por lo general le daban al pan una forma circular, tanto que solía pedirse como un "redondel". Por último, lo ponían en el horno -en el horno familiar del cual habla el Levítico- directamente sobre las brasas, cuidando que no quedase ni demasiado cocido ni demasiado crudo. Pero como a pesar de los cuidados el pan enmohecía pronto, especialmente en verano, tenían que hacerlo cada dos o tres días.
Cereales como aderezos
Los cereales se usaban también de otras maneras. Los granos de trigo tostados sobre los cuales muchas veces se habla en la Biblia y usuales en las guerras o durante viajes prolongados, constituían también un aderezo para las carnes. Triturados en forma gruesa, daban una sémola que servía para hacer una papilla que se parecía a la vez al "pulens" romano (antecedente de la polenta), al cuscus de los moros (argelinos y marroquíes) y al "gaudes" de los francos (Francia).
Se hacían grandes tortas de flor de harina, bien amasadas con aceite y perfumadas con hierbabuena, comino, canela y también con langostas. Además se preparaban buñuelos de harina y miel fritos en sartenes, al estilo de los que actualmente se sirven en todo el Medio Oriente. En la comidas de lujo daban a esas pastelerías formas pintorescas de animales o de palacios, según una técnica que los hebreos aprendieron en Egipto -una pintura en la tumba de Ramses II muestra a pasteleros realizando esos trabajos- y se combinaban con el uso de bombones de miel aromatizados con rosas, jazmines o alfóncigos, los mismos que actualmente se conocen como "lukums"
La leche de vaca era un producto raro y menos apreciado que la de oveja o de cabra, pues tenía tendencia a cuajarse con mayor rapidez. Sin embargo, los judíos de aquella época sabían batir la leche hasta obtener manteca, como decía el Libro de los Proverbios, sacudiéndola en forma constante dentro de un odre colgado de un trípode de madera. También producían queso, y el "Valle de los Queseros", en Jerusalén, quizás deba su nombre al antiguo lugar del mercado donde se vendían esos productos.
La miel era de uso aún más corriente. A decir verdad era indispensable, puesto que todavía no sabían extraer el azúcar de la caña. Palestina producía mucha miel, tanta que hasta se había convertido en un producto de exportación. Pero no sólo se consumía miel de abeja, silvestre o doméstica, sino que se daba el mismo nombre a la extraída de las uvas y de los dátiles. El "zumo de los panales", es decir la miel virgen que corre sin que se opriman esos mismos panales, era la golosina preferida por los niños.
Los habitantes de aquella antigua Palestina comían muy pocos huevos. En el Nuevo Testamento, sólo San Lucas pone esa palabra en boca de Jesús, cosa que no hace San Mateo. Pero como es sabido, Lucas era de la diáspora y no de Palestina, y las aves de corral fueron introducidas en la región recién después del Exilio, y los huevos de gallina, que ya los romanos sabían preparar de distintas maneras, sólo aparecieron sobre las mesas de los ricos.
Las legumbres ocupaban un lugar destacado en la alimentación popular. En primer lugar las habas y las lentejas, los muy apreciados pepinos, las cebollas procedentes de Egipto, la lechuga y la escarola eran todos productos muy apreciados. En cambio, la carne se consumía en escasas cantidades, pues era un alimento de lujo que sólo los ricos podían probar, tanto por ostentación como por gusto. Entre los más humildes apenas si se mataba un animal para ser comido en las fiestas familiares, y en ese caso el ternero gordo, el proverbial "ternero gordo" de la parábola del hijo pródigo, era particularmente apreciado, aunque la gente se contentaba con un cabrito o con un cordero.
En general, asaban la carne sobre un fuego de leña, como el "mechui" de los árabes, pero también preparaban guisados de borrego con lentejas. A falta de pollos, los palomos eran baratos y los animales de caza eran codiciados. Desde Salomón hasta Herodes todos lo reyes fueron grandes consumidores de ciervos y gacelas, pero para nada despreciaban perdices y codornices, y el pavo real, llegado de la India, era uno de los manjares más codiciados. Pero mucho más que de carne, el pueblo se alimentaba de pescado. Pan y pescado eran los alimentos más comunes; una frase de Jesús así lo demuestra : "Pues quién de vosotros es el que, si su hijo le pide pan, le da una piedra, o, si pide un pez, le da una serpiente". El día de la multiplicación de los panes, la única vitualla que los discípulos encuentran entre los concurrentes es pescado, "siete pescados", y es muy probable que se hubiese tratado de piezas secadas al sol.
Resucitado, y para demostrar ante los suyos que no era un fantasma, el Cristo comió con ellos pescados asados sobre leñas. El tratado de "Barakoth" asegura que el pescado hace al hombre fecundo. El lago Genesaret era muy abundante en peces y también se practicaban capturas en las costas del Mediterráneo. Como se trataba de un producto que se pudría muy pronto, mucho antes que otros comestibles frescos, el pescado era secado al sol.
A orillas del lago, Magdala vendía "muries", una conserva de pescado muy requerida hasta en la misma Roma. Parece que el consumo de pescado era tan grande, que había que importarlo; y el tratado "Sabbat" se refiere a los arenques secos y al "atún de España", los que no podían ser desalados en agua caliente el día del reposo sagrado.
No faltaban las langostas
Uno de los alimentos más sorprendentes de la época era la langosta. Juan Bautista se alimentó en el desierto con "langostas y miel silvestre". El tratado "Taanith" llega a pretender que había ochocientas especies de langostas comestibles, todas pertenecientes a la especie de la langosta peregrina, pero evita enumerarlas. En todo caso, cuatro eran de uso corriente; a veces las comían cocidas rápidamente en agua y sal, y así preparadas tenían un gusto parecido al del langostino; otras veces les quitaban la cabeza y las patas y las hacían secar al sol, tras lo cual las encurtían en vinagre o miel, o las reducían a polvo. Ese polvo de langostas, de sabor algo amargo, mezclado con flor de harina, servía para hacer unas galletas muy apreciadas, algo parecidas a lo que en la cocina china se llama "pan de langostinos".
Toda esa elaboración culinaria se hacía con aceite, pues la manteca era muy cara y de uso excepcional. La producción de olivos era de tal magnitud que se exportaba hacia otras latitudes y alcanzaba para la elaboración de grandes cantidades de aceite. Las aceitunas se comían conservadas en sal, casi como en nuestros días, y muy a menudo se utilizaban para la obtención de aceites caseros. El primer aceite que se extraía de la muela de piedra o madera, es decir el virgen, se reservaba para los usos litúrgicos y para la pastelería muy fina. Por lo demás, el aceite de oliva no sólo era imprescindible en la cocina y en el culto sino que se le atribuian facultades medicinales. No es de extrañar entonces que por lo menos en treinta de sus pasajes el Libro Sagrado haga del aceite de oliva el símbolo de la fuerza y la salud.
Por último, las frutas ocupaban un lugar importante en la alimentación. Los melones, los higos, las uvas, las granadas y las bayas de sicómoro figuraban a menudo en las mesas. A lo largo de los cercos se recogían moras y los dátiles, sobre todo los de Jericó eran muy apreciados. Secábanse algunas frutas, seguramente los higos, y quizás los damascos para elaborar una especie de pan - la expresión "pan de higos" se lee muchas veces en la Biblia- como la que todavía se hace en Turquía. Las frutas secas de Palestina eran muy codiciadas en los mercados de Roma.
Aderezos y condimentos, ingredientes imprescindibles
Ha sido muy difícil recopilar datos sobre las practicas y técnicas culinarias de la Palestina en los tiempos de Jesús. Se han hallado recetas de cocina de amas de casa hititas y egipcias pero no quedó memoria de cocinero profesional alguno. Aparte de la carnes asadas en espetón y de los guisados con el estilo aquél por el cual Esaú vendió su derecho de primogenitura, y gracias justamente a algunas de esas antiquísimas recetas domésticas de hititas y egipcias, se conocen los "cochifritos a la moda de Ascalón", es decir, a la escaloña, un plato consistente en pescados rellenos salteados con salsa de miel y vino.
Lo cierto es que los palestinos gustaban de comidas fuertemente aderezadas. Servían sal en los platos, procedente ésta de Sodoma, ubicada al sudeste del Mar Muerto. También utilizaban mostaza, alcaparras, comino, ruda, azafrán, coriandro, hierbabuena, eneldo, "jeezer" (una variedad de romero silvestre) y naturalmente cebollas, ajos y echalotes. La pimienta era escasa y cara y llegaba de la India en lentas y arriesgadas caravanas de mercaderes; el cinamono o casia olorosa de la que habla el Apocalipsis, era la canela, procedente de Ceylan y China.
Sería sorprendente que la religión, que intervenía en todos los dichos y hechos de los antiguos judíos, no se preocupara de la cocina. Sin hablar de la obligación de pagar regularmente los diezmos sobre cada alimento que se comprase, para que los sacerdotes pudiesen beneficiarse con su recaudación, numerosas prescripciones controlaban la preparación regular de ciertos platos y manjares. Por ejemplo, el cabrito se asaba con cepas de vid. El "halme", especie de salmuera aromatizada que servía para conservar el pescado, era objeto de cuidados tan minuciosos que el tratado "Sabbat" le consagra toda una serie de recomendaciones particulares.
También regía una severa lista de interdicciones alimentarias cuyas violaciones eran consideradas como graves pecados: la prohibición, cuatro veces repetida, de comer carne de cerdo era categórica; la liebre también figuraba en la lista de animales impuros y los rabinos no se ponían de acuerdo respecto de la carne de camella, cuya leche proscribían algunos por considerarla impura. Pero sobre todo estaba estrictamente prohibido comer cualquier carne de animal que no hubiese sido desangrado, porque dicen las normas religiosas que "el alma de la carne está en la sangre" (este último forma parte de los principios básicos de la dieta "kasher" que aún en la actualidad observa una parte importante de la comunidad judía).
Había otro terreno sobre el cual la normativa religiosa que imperaba en la antigua Palestina tenía mucho que decir. Ese era el terreno de las bebidas.
Existían varios tipos de refrescos y licores además del agua pura. La leche, el vinagre cortado con agua, que no era otra cosa que la "posca" de los romanos, los jugos de frutas, como de dátiles y granadas más o menos fermentados; la "schechar", una especie de cerveza ligera a base de cebada y mijo parecida a la "cervisia" de los latinos. Pero todos esos líquidos nada valían comparados con el vino, la bebida por excelencia.
Nadie ponía en duda el carácter religioso del vino, pues todo el mundo sabía que fue el mismo Dios quien reveló los secretos de su fabricación a Noé. Palestina se jactaba de producir mucho vino y de una calidad excelente, y el libro de los Proverbios declara que debe servírsele vino "al que tiene el alma llena de amargura". La viña llegó a ser el símbolo de Israel de la misma forma que podía verse un sarmiento de oro en el Templo, y por eso se trataba de una bebida sujeta a prescripciones rituales: tenía que ser "kasher" como la carne y eso significaba que sólo manos judías podían trabajar en su elaboración. Jesús, al compararse con la cepa de la vid, al consagrar el vino hasta decir "es mi sangre", muestra que es un hijo de Israel y que permanece fiel a la tradición de su pueblo.
El vino que se bebía era tinto. Ese color aparece mencionado varias veces en el Antiguo Testamento, donde nunca se habla del blanco ni del rosado. Unos caldos eran de mejor calidad que otros, y el Evangelio, al referir el milagro de las bodas Caná, dice que el mejor vino se servía al principio de la comida y el de menor calidad al final, cuando los comensales ya habían bebido mucho. En general se trataba de un vino muy espeso, muy tinto, rico en tanino y alcohol; no se servía puro sino con agua y se conocían las técnicas para mezclar uno débil con otro de más cuerpo. Para almacenarlo se utilizaban grandes tinajas u odres. Estos últimos se hacían con piel de cabra cuidadosamente curtida y se taponaban con una clavija de madera.
La costumbre greco-romana de los "vinos mezclados", es decir aromatizados con tomillo, canela, flores de rosa y de jazmín se había difundido entre las clases ricas, pero al pueblo en general le gustaba más el vino puro. Los rabinos permitían que se elaborase un "vino de miel" el día del Shabat, lo que prueba que el vino azucarado era de uso corriente. Para beber se usaban copas de metal o sobre todo de cerámica, pues el vidrio se conocía, pero escaseaba y era caro.
Comer en el patio
A los habitantes de la antigua Palestina les gustaba comer al aire libre, en el patio de la casa, que servía para todo uso. En invierno se comía adentro, en una habitación común que también era utilizada como cocina. Unicamente la gente rica, los que construian sus viviendas al modo romano, gozaban de un ambiente comedor o "triclinium". Ordinariamente la mesa y los asientos se ponían en el lugar a la hora de la comida; en Palestina no se han encontrado, como en Pompeya, comedores instalados en forma permanente.
Las horas de la comidas no eran muy fijas. "Come cuando tengas hambre, bebe cuando tengas sed", aconseja el tratado "Berakoth". En general sólo se comía dos veces por día: una muy temprano, antes de marchar al trabajo, y otra por la tarde, una vez terminada la labor.
Hacia el mediodía se conformaban con un piscolabis seguido de siesta, pero el día del Shabat, ese piscolabis era más copioso. Los rabinos aseguraban que comer mucho al mediodía era "tirar una piedra en un odre de vino", y un proverbio muy antiguo sostiene que "si has almorzado muy temprano, sesenta corredores no podrán alcanzarte".
Como ocurre entre casi todos los pueblos y en todos los tiempos que siguieron a la aparición del fuego, las comidas eran buenas oportunidades para reuniones amistosas. Los habitantes de la antigua Palestina invitaban a la mesa fácil y generosamente, como lo hizo Abraham en Mambré cuando invitó a almorzar al mismo Dios. Se invitaba especialmente de noche para disponer de más tiempo, sobre todo los viernes por la noche, cuando comenzaba el Shabat. Muchísimas veces vemos en el Evangelio a Jesús invitado a comer en casa de un fariseo, en casa de Zaqueo el publicano, en el hogar de Lázaro, Marta y María, y hasta, una vez resucitado, a la mesa de los discípulos de Emaús.
Para las comidas de gran ceremonia, por ejemplo para una cena de bodas o de circuncisión, las invitaciones eran transmitidas por esclavos o sirvienta, como lo muestra la parábola del banquete nupcial. En esos casos el traje de ceremonia era de rigor y el anfitrión recibía a sus invitados dándoles el beso de la paz y cuidaba de que les hubiesen lavado los pies. El invitado tenía que lavarse las manos, o mejor dicho la mano derecha, la que usaría para comer. Hasta los había quienes que, como los esenios, antes de sentarse a la mesa, se zambullían completamente en el agua. En los banquetes de gran gala era elegante derramar aceite perfumado sobre la cabeza de los invitados notables. Jamás se comía de pie "pues hacerlo descompone", decían los sabios de la época.
El dueño de casa servía él mismo a los invitados, eligiendo las porciones de comida según la categoría de cada convidado. Así, durante la Cena vemos a Jesús "mojar un trozo de pan y dárselo a Judas". El servicio de mesa debió de ser, entre los pobres, muy rudimentario.
La Biblia no hace ninguna referencia a los instrumentos que se empleaban: una vez cita el cuchillo, pero en ningún lugar habla de cucharas y mucho menos sobre tenedores, artefacto este último que surgirá en Occidente y nunca antes del Renacimiento italiano. En lugar de platos se utilizaba una especie de cuencos anchos, de mal estaño pero jamás de tierra, pues se trataba de un material impuro. Asimismo, las galletas de pan duro podían cumplir con la función del plato.
Los poderosos y los ricos ostentaban más lujo: manteles en la mesa, vajilla de plata o de oro, cuchillos de diversas dimensiones, cucharas de marfil o de maderas ricas y trabajadas y cucharones o "trullas", que se utilizaban para el servido de salsas y aderezos. Nunca se distribuian servilletas, pues cada invitado debía llevar la suya.
Los antiguos habitantes de la Palestina comían demasiado, según una costumbre seguramente importada desde Roma. En "Herodías", el menú que Flaubert hace ofrecer a Vitelio por Herodes Antipas se condice con la forma en que se comía por aquel entonces: riñones de toro, lirones y ruiseñores picados en hojas de parra. Por su parte, Trimalción, en la "Saturnal" de Macrobio, sirve huevos pasados por agua, vulvas de puercas jóvenes, langostas, trozos de buey estofado y pequeños cerdos rellenos con morcillas.
La fuente: el autor es un periodista y escritor argentino, al que podría definirse como sólido intelectual, viajero consuetudinario y sibarita empedernido. Durante más de dos décadas se desempeñó como corresponsal de distintos medios internacionales en las más diversas regiones del mundo. Es autor de los libros "Los sabores de la Patria" (Norma Grupo Editorial, Buenos Aires, 1998); "El color del dinero" (1999), una profunda investigación sobre el lavado de dinero en el mundo, y "Los sabores de la historia", un breviario de historia universal narrada desde la evolución de los hábitos del comer que próximamente lanzará en Buenos Aires la editorial Norma.
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